domingo

La independencia de Iñaki


Ya sé que tú querías más libertad, y que no te solté la rienda. Que no te gustaba viajar en un estuche, asomándote sólo para la foto, siempre a oscuras y teniendo que poner buena cara. Había notado que tu sonrisa se había difuminado desde los tiempos en que nos conocimos, los buenos tiempos de Chequia, donde te encontramos con unos titiriteros; de Polonia, donde te lo pasaste en grande haciéndote fotos aquí y allá, de Irlanda, adonde viniste después de tu reclusión en una estantería de mi habitación. Estás hecho para la aventura, para el viaje constante, para que tus ojos despierten cada día en un sitio nuevo y no para dormitar en una habitación de la que sólo te movías para meterte en una mochila y salir de vez en cuando a ver lo que yo quisiera que vieras.
Pero podías haberte despedido, podías haber hecho las cosas de otra manera, al fin y al cabo nunca me te quejaste, aunque yo debí intuir que algo no iba bien. Y no era tu primer intento desde que salimos de Oslo, pero siempre estuve atento para retenerte, para cogerte antes de que te tirarás en una carretera cuesta abajo en busca de no se sabe qué. Y reconocerás que yo te di la oportunidad de volar cuando subimos andando al monte Tind, al lado de A. La cámara de fotos en ristre y tú, lo único que llevaba. Pero la decisión ya estaba tomada y de nada me valió buscarte por toda la falda del monte cuando descubrí que ya no estabas en el bolsillo donde te dejé. En el fondo no me extraña que hayas elegido las Lofoten, es difícil encontrar un lugar con más encanto, parece que lo han puesto ahí para la foto y también a mí me hubiera apetecido quedarme más tiempo. Pero a ver qué haces en noviembre, diciembre, enero, cuando el sol sólo esté en tu imaginación y la temperatura media sea de cero grados y la noche no termine nunca. Pero no pensaste en eso, sólo querías libertad, sin pensar en las consecuencias. Así que sólo me quedan los recuerdos y desearte suerte, compañero, infiel, pero compañero al fin.

Arriba está la última foto con Iñaki. Me la hizo Maki en el barco que nos llevaba a las Lofoten y ya se nos ve algo forzados, con sonrisas de circunstancias. La de aquí abajo está tomada en lo alto del monte Tind, en Å, la última vez que lo vi. En algún momento del descenso del monte desapareció y se quedó en las Lofoten para siempre. O quizá no.

sábado

Dos días en Å





Sólo iba a estar una tarde para marcharme a la mañana siguiente, pero cómo no iba a quedarme más tiempo en este pequeño pueblo del Caribe del Ártico. Allí volví a disfrutar del placer de recorrerme una isla sin el peso de las alforjas, recordé el sabor de la ballena seca que ya había probado en Bergen, aluciné con las hileras interminables de bacalaos colgados, disfruté con el sol de medianoche y el de la una y las dos de la mañana tomando cervezas con un alemán y un americano que me encontré en el albergue, disfruté con los panecillos de canela que horneaban las panaderas polacas para el desayuno, conocí a Mike, el golfista del Ártico, mi compañero de habitación que velaba armas para su asalto a la isla de Svalbard, más allá del fin del mundo, la tierra a la que hay que ir con escopeta por si atacan los osos polares, me fui de excursión montañera a lo largo de un bracito de mar y me di el primer y único baño ártico y subí al monte Tind desde donde pude ver todo el pueblo e incluso los límites de mi pequeña isla. ¿Cómo iba a irme tan pronto de allí?


viernes

Rumbo a Lofoten




La que se tapa la cara con las manos es Maki, una simpática japonesa que también va de Trondheim a las Lofoten y que me hace compañía en la espera del tren y al día siguiente en el barco. Estudia en Helsinki y aprovecha las vacaciones para visitar otras partes de Europa. Como muchas japonesas, viaja sola. En el tren nos tocó en asientos separados y creo que ella dormía cuando pasamos la frontera imaginaria del círculo polar ártico y por la ventana se adivinaba el primer sol de medianoche. Todavía no es un sol de medianoche con todas las letras, así que no puedo darle una tercera respuesta positiva a Alex Lee, pero promete.
A la mañana siguiente, el tren nos deja en Bodo y después de un rápido trasbordo al barco (otra vez el barco), ya vamos rumbo a las islas Lofoten, punto obligatorio de parada según todas las recomendaciones. El viaje es corto (¿dos? ¿tres horas?) y agradable, por fin luce el sol y pronto comenzamos a vislumbrar esos picos increíbles que brotan del mar, esas tierras de pescadores a las que los marineros vascos acostumbraban a ir en busca de bacalao. Ya estamos en el gran norte.
A la llegada al puerto de Moskenes me despido de Maki, que tiene reservado un albergue en Svolvaer, la ciudad más grande de las islas, y me dirijo en mi recuperada bici al primer o último pueblo de las Lofoten, según se mire. El nombre es un ejemplo de concisión: Å. Y en Å me quedé dos días disfrutando del sol y la naturaleza, y perdí para siempre a mi mejor compañero de viajes pero encontré a otro con el que fui hasta el fin del mundo.

Aquí dejo un aperitivo de la entrada en las Lofoten.

martes

La soledad

No soy una persona a la que estar sola le suponga un gran problema, es más, necesito unas dosis de soledad mínimas al día para airearme, para encontrar algo de paz y salir de ese ruido constante, de esa fatiga mental que provoca la compañía permanente, incluso las compañías más gratificantes. Sin embargo, en Trondheim, cuando ya llevaba más de diez días en Noruega, empecé a sentir el peso de esa soledad y, por primera vez en el viaje, me sentí cansado. No era el cansancio agradable que produce el pedaleo, incluso bajo la lluvia y el frío, era un cansancio mental, quizá provocado por las 36 horas de barco de las que acababa de salir o de la lluvia (once again) que me dio la bienvenida al pisar tierra en Trondheim, la vieja capital, la ciudad de los reyes donde el clero también tenía su cuartel general con una catedral imperiosa. Y es bonito pasearse por sus calles y por sus canales que hacen de ella, dicen, la Venecia del norte (una más), pero todo eso pasaba ante mí sin llegar a interesarme demasiado, como si todo lo que captaban mis ojos rebotara contra mi conciencia cansada; me daba igual y pronto me harté de la visita turística, incluso cuando el sol se dignó a aparecer. Llegué a Trondheim a primera hora de la mañana y no saldría de allí hasta las once de la noche, cuando un tren me llevaría a Bödo, último refugio del ferrocarril en Noruega. Sin embargo, a las siete de la tarde ya estaba allí, en la estación, esperando, y allí conocí a Maki, una japonesa que estaba sola como yo y que cogía el mismo tren. Pero de ella hablaré mañana. Ahora dejo unas fotos de Trondheim, que a pesar de que yo no tenía el día, es una ciudad que vale la pena.





La primera es de la catedral, la segunda una vista desde la torre de la catedral en la que, al fonfo, se vislumbra la salida del ferri. La tercera es la foto de los canales que le valen a Trondheim el apelativo de 'Venecia del norte'.

sábado

Geiranger





El viaje en el Hurtigruten continúa sin más sobresaltos. En lugar de ir directo al destino, el barco se mete en el fiordo Geiranger, el que sale en todos los catálogos turísticos de Noruega. Vale la pena el desvío de casi seis horas, las palabras sobran ante el espectáculo.

No hay más que ver la cara de Iñaki.

miércoles

Puertos para lelos


La vida en un barco puede resultar demasiado apacible. El Hurtigruten, el ferri en el que pasé 36 horas en mi camino de Bergen a Trondheim, las dos ciudades más importantes de Noruega después de Oslo, es un expreso que recorre la costa noruega desde Bergen hasta Karasjok, en la frontera con Rusia. Nunca se aleja demasiado del litoral para no privar a los pasajeros de las espléndidas vistas y se permite incluso algún desvío para mostrar la inagotable belleza natural de este país. Tras las primeras horas de emoción nocturna en la cubierta del barco, con un sol que remolonea hasta casi la medianoche antes de irse a dormir, el viaje tiene sus momentos aburridos. Por eso hacía falta que le diera la emoción necesaria.

El pueblecito que se ve en la foto es Alesund, una agradable localidad pesquera en la que el Hurtigruten para después de mi primera noche a bordo durante casi una hora para recoger a nuevos pasajeros. Es un tiempo suficiente para salir a darse un garbeo así que no lo dudo. Me paseo por las calles de la ciudad, sin rumbo fijo y, para mi sorpresa, me encuentro con el puerto y el barco al fondo. Algo no me cuadra pero pienso que quizá volví al punto de partida sin darme cuenta. No hago caso a las señales de alarma de mi cerebro. Con la tranquilidad de tener el barco localizado apuro el tiempo hasta el máximo hasta acercarme al puerto. Es entonces cuando me doy cuenta de que algo no va nada bien. No reconozco ninguno de los lugares por los que paso y el barco cada vez se parece menos al mío. Pregunto a una señora por el Hurtigruten y confirma mis peores sospechas. Mira el reloj alarmada, me dice que sale en cinco minutos y que el puerto está al otro lado de la ciudad. Titubea durante un segundo y con esa amabilidad firme y resuelta que tienen algunas mujeres de cierta edad me invita a montar en su coche. Está más nerviosa que yo y surca las calles de Alesund a toda pastilla, respetando lo justo las normas de tráfico, como si mi urgencia le hubiera robado su tranquila naturaleza nórdica. Durante el trayecto me entero de que es guía turística y que va a llegar tarde a su trabajo por llevarme al barco. Llego a tiempo y después de un rápido pero sincero agradecimiento subo corriendo al barco, que sale apenas cinco minutos después de mi entrada. Otra vez salvado por la amabilidad noruega.

martes

Bergen





Bienvenidos a Bergen, la ciudad que con 280 días al año ostenta el poco honroso récord de ser la ciudad más lluviosa de Europa, como no podía ser menos en este blog monoclimático. Evidentemente llovió, aunque tuve bastante suerte y viví una tarde soleada. Los dos días de descanso y callejeo pausado sobre todo por el mercado del puerto, donde comí por la jeta a base de muestras de carne de ballena, salmón o reno, todo gentilmente ofrecido por los trabajadores españoles que hacen su agosto cobrando los estratosféricos sueldos noruegos (cerca de 2.500 euros una cajera). En ese mercado resonaron los últimos ecos de Mongol y Kang, una chica de Barcelona me habló de dos chinos que también venían de Oslo en bici. Llegaron un día antes, probablemente en tren. No me los encontré y fue la última vez que tuve noticias de ellos en el viaje, se fueron hacia el sur para conocer el otro norte de Europa (Dinamarca, Holanda, Alemania...). A quien sí me encontré es a la avilesina Lorena, que sale a mi izquierda en la foto de abajo con sus amigas asturianas y a quien dedicaré una entrada a su debido tiempo porque fue la auténtica auditora de este viaje.


lunes

El infierno del sur






Los aficionados ciclistas saben que a la Paris-Roubaix, la clásica que desde hace más de cien años maltrata a los corredores durante más de 250 kilómetros por caminos de pavés, a menudo bajo la lluvia y el frío de la primavera de esa zona, recibe el apodo del infierno del norte. En una región mucho más septentrional, yo viví mi peculiar infierno, paradójicamente del sur, que concluye con la etapa más larga y más dura que he hecho nunca. Sin embargo, ahora, con el tiempo, tengo un buen recuerdo de aquellos 117 kilómetros subiendo y bajando colinas, calado pese a ir embozado hasta arriba con toda la vestimenta que llevaba preparada para el frío y la lluvia. Incluso me cae bien aquella ciclista noruega que me dijo que estaba a dos horitas de Bergen cuando finalmente todavía tuve que emplear más del doble de tiempo. Por el camino paré en la magnífica cascada de Nortehisund (ver foto abajo) y en los tiempos de tregua meteorológica pude admirar paisajes tan bucólicos como los de las imágenes en las que no aparezco. Pero de lo que mejor recuerdo guardo es de esa entrada en Bergen bajo el chaparrón, sin un alojamiento asegurado y buscando albergue por las calles de la ciudad, calado hasta los huesos. Y de la ducha caliente en el hotel, de mi garganta quemada por el revitalizante vodka que me ofrecieron mis compañeros de habitación polacos casi sin darme tiempo a instalarme y de la fiesta waffles del albergue, que me ahorró una cena y me permitió proseguir con mi recuperación a base de alcohol y dulces. Sí, valió la pena todo eso sólo por el placer de llegar, de mirar atrás con satisfacción. El recorrido del sur, la primera parte de este viaje quizá irrepetible, llegaba a su fin.