lunes

El sol del fin del mundo

No hay mucho que hacer en el Cabo Norte, más allá de contemplar el horizonte o admirarse con las praderas aledañas, donde, ajenos a todo, pastan los renos. También hay un pequeño e interesante museo que desentraña la historia del lugar, dedicado sobre todo a un príncipe tailandés de espíritu aventurero que se empeñó en visitar el lugar a principios del siglo pasado. Nos paseamos por el alegre tumulto del complejo comercial del fin del mundo, entre viajeros de caravana, ciclistas y moteros. Cuando empezaba a bajar el sol, montamos las tiendas en el acantilado de al lado, junto a los renos. Allí, cuando nos disponíamos a cenar, conocimos a Thor Bjorn, un motero que nos invitó a un reconfortante café. La fatigaba pesaba, pero teníamos una última misión para terminar el día: debíamos ver el sol de medianoche allí arriba, donde la tierra se termina.
Mientras esperábamos, a eso de las once y media, ocurríó un fenómeno inesperado. A las caras que ya conocíamos después de verlas deambular varias horas por el lugar, se unieron las de un grupo de turistas escandalosos que llegaron en varios autobuses. Había algún grupo de españoles, siempre reconocibles por el vocerío, ante los que me hice el noruego para que no terminaran de estropear el momento.

Pudimos hacernos un hueco y allí, por fin entendimos a la perfección el fenómeno del sol de medianoche, contemplamos cómo la hipnótica esfera rojiza descendía hasta posarse justo encima de la línea del horizonte para después, minuto a minuto, ir subiendo otra vez, para comenzar un nuevo día sin haber terminado el anterior. El espectáculo era grandioso, el cielo estaba casi impoluto y la luz del sol sobre el mar nos transmitía un entusiasmo parsimonioso. Otra vez se había esfumado el cansancio ante el espectáculo de la Naturaleza, y pasamos más de dos horas, entre foto y foto, contemplando el recorrido elíptico del sol hasta que el racionalismo alemán de Eiko terminó por imponerse y nos fuimos a dormir.

domingo

Final en plenitud

Tras despedir a Martin, la carretera continuó torturándonos con su continuo sube y baja, pero sus esfuerzos por hacernos sufrir eran vanos: con la meta tan cerca las piernas no sabían nada del dolor. Tampoco nos desmoralizaban las trampas del camino: yo creía ver el Cabo detrás de tal o cual colina o al borde de aquel acantilado, pero nunca llegaba. Eiko, fiel a sí mismo, permanecía impasible, con su habitual marcheta mientras yo continuaba mi rutina de esprints y esperas. Finalmente, lo vi en lontananza, no era un espejismo, y esperé a Eiko por última vez. Allí a un kilómetro o dos de distancia, estaba el fin del mundo. En la última subida antes de llegar al cartel de la meta no pude evitar despegarme de él, las piernas me iban solas, sentía que estaba flotando y me invadio una extraña y agradable sensación de plenitud, sentí que aquello días de frío y lluvias por el sur del país, aquellos miedos anteriores a la partida, los dolores en las piernas y -sí, también- en el bolsillo habían valido la pena, había llegado pedaleando al fin del mundo. La experiencia habría sido inolvidable de todos modos, pero supongo que sentí algo parecido a lo que siente un alpinista al coronoar un ochomil, o lo que yo mismo había sentido al pedalear hasta la cima del Aubisque un año antes.
Aquel 29 de julio, el mismo día en que Alberto Contador paseaba su primer maillot amarillo por los Campos Elíseos, Eiko y yo ganamos nuestro particular Tour. Después de las fotos y los abrazos de rigor, dimos unas pedaladas más hasta el complejo turístico montado allí (entrada gratis sólo para los ciclistas), donde se erige el monumento del globo terráqueo sobre el acantilado del fin del mundo. (Atentos al escudo de la camiseta en la foto de debajo).


Antes de visitar el interesante museo, antes de aquel delicioso waffle servido por la simpática Emma, nos quedamos unos minutos asomados al infinito, hipnotizados por el horizonte y fantaseando con que sólo 2.000 kilómetros más allá se extendía el Polo Norte. "Maybe some day".

lunes

Un círculo que se cierra

El domingo 29 de julio de 2007, Eiko y yo íbamos a llegar al Cabo Norte, del que nos separaban apenas 25 kilómetros. Cielo impoluto y unos 20 grados, todo era perfecto. Pese a la corta distancia, la carretera no iba a darnos el premio de forma gratuita y nos obsequió con una dura subida de cinco kilómetros, con algunos tramos al 7%.

Paramos a descansar unos minutos arriba y entonces le vimos. Bueno, Eiko le vio, yo no lo creía, pero esa silueta que pedaleaba hacia nosotros ya se había convertido en inconfundible. Los gritos ininteligibles desde la lejanía nos lo confirmaron. ¡Era Martin! Un Martin más hiperactivo que nunca, un Martin feliz y atolondrado porque había contemplado un magnífico sol de medianoche con una finlandesa de infarto y una sueca; Martin, que después de sus salvajadas de casi 200 kilómetros hasta más allá de la medianoche tuvo que parar en Alta, tres etapas antes, para descansar y sólo llegó al Cabo un día antes que nosotros; Martin, que estaba pendiente de nuestra llegada y no se sorprendió al vernos porque unos "espías" -que resultaron ser los insulsos Astérix y Obélix- le avisaron.
Hasta Eiko olvidó sus pequeñas rencillas latentes y explotó de alegría por el inesperado reencuentro. Era necesario, en un viaje que parecía diseñado por guionistas de Hollywood no podía desaparecer un personaje tan importante de la manera en que lo hizo cinco días atrás, casi sin despedirse después de subir aquella montaña, tenía que volver, tener su pequeño homenaje cuando ya tocábamos el objetivo con la punta de los dedos. No fue largo. Nos hicimos fotos, nos contamos las historias de los días que llevamos sin vernos y nos despedimos. Martin, con su rotundidad habitual, le dio cierta trascendencia al momento con una frase que me negaba a creer del todo (siempre me niego a creer esas cosas): "Es la última vez que nos vemos".
Quién sabe.


domingo

Entrada en Mageroya

El Cabo Norte está considerado como el punto más septentrional de la Europa continental. Es falso. Lo es porque el Cabo Norte está en la isla de Mageroya, de modo que no pertenece a la Europa continental. Y ni siquiera es el punto más al norte de esa isla, la punta de Knivskjellodden está situada más al norte. De modo que el verdadero fin del mundo continental es en realidad el Cabo Nordkinn, también en Noruega. Pero la exactitud geográfica importa poco desde que el explorador británico Richard Chancellor descubriera el lugar en 1553, en su búsqueda del paso del noroeste, que conecta los Océanos Atlántico y Pacífico durante algunas semanas del año (ahora durante más tiempo). Él bautizó el lugar como Cabo Norte y le dio así ese carácter místico que lo ido convirtiendo en lugar de peregrinaje de muchos viajeros.
El día que entramos en Mageroya, me recuperé increíblemente bien del calvario de la víspera. El clima ayudaba, unos veinte grados bajo un cielo azul y un sol generoso. El viento afilado del día anterior se había convertido en una brisa agradable.

Tan bien iba, tan excitado con la idea de entrar en la isla de Mageroya, que Eiko me tuvo que pedir varias veces que aflojara el ritmo. Para llegar a la isla, se atraviesa un túnel de casi siete kilómetros que baja 212 metros por debajo del suelo para sortear el mar, la mitad para abajo al 9% y la otra mitad hacia arriba. Era el punto clave del día, esos siete kilómetros en la penumbra. Eiko llevaba todo tipo de elementos reflectantes y yo sólo las luces de mi bici, recordé que el insolente Martin me reprochó que no tuviera chaleco reflectante aquel día en que me llamó "underequipped cyclist".
Claro que había otras opciones como la de parar a una autocaravana y pedirle que nos llevara a través del túnel, eso era lo que iban a hacer dos alemanes que nos encontramos ese día, pequeño y flaco el uno, grande y barrigón el otro, Eiko y yo les bautizamos como Astérix y Obélix, aunque en alemán Astérix y Obélix tienen otros nombres que no recuerdo. Nosotros queríamos cruzarlo en bici, no era tan complicado ni tan peligroso así que después de colocar los reflectantes y abrigarnos bien, nos adentramos, Eiko detrás por ser el más visible.
En otras circunstancias podría haber disfrutado de esa bajada en recta durante tres kilómetros con una pendiente tan pronunciada y una bici que se embalaba por el peso, pero sólo recuerdo el miedo a ser embestido por algún coche y el aire frío que se metía por todo el cuerpo. La subida fue peor, aunque la lentitud da una engañosa sensación de tenerlo todo bajo control. Eiko, más vulnerable cuesta arriba, me pidió que paráramos varias veces para descansar. Íbamos tan despacio (6 por hora) que a veces me costaba mantener el equilibrio en la bici, pero no podía separarme de Eiko, siendo dos nos verían mucho mejor.

Todo se compensó con creces cuando por fin se hizo la luz y salimos del túnel y vimos que habíamos llegado a la isla, aunque no al Cabo Norte, para eso nos quedaban todavía unos cuantos kilómetros. La primera sorpresa agradable fue que los ciclistas estábamos exentos del peaje por cruzar el túnel. El sol seguía brillando con fuerza, pero la lluvia, tan presente en los primeros días del viaje, no quiso perderse nuestra entrada en la isla y nos obsequió con unas simbólicas gotas, un refrescante premio que quise ver como un reconocimiento a la resistencia de aquellos primeros días por el sur. Hasta el arco iris se asomó para darnos la bienvenida, para felicitarnos por estar tan cerca del fin del mundo, para que todo fuera perfecto en este viaje cuyo círculo estaba a punto de cerrarse.

Aquella noche dormimos en el camping de Honingsvag, el pueblo más grande de la isla, a apenas 30 kilómetros de nuestro destino. Me dio algo de rabia pararme en el camping teniendo la meta tan cerca, pero pesó más el buen juicio de Eiko, que abogó por una cena tranquila y reconfortante (cómo no, con Aksel e Irene, que, siempre más madrugadores, ya estaban en el camping cuando llegamos) y una noche de descanso para paladear sin prisa los últimos kilómetros al día siguiente.

jueves

Sin gasolina

Esta era la vista a las dos de la mañana, cuando por fin nos acostamos el día después de pasar por aquel paisaje lunar. La cosa no mejoró mucho. Fue un día duro por los confines de la Tierra, quizá el más duro, o eso me parecía entonces, lejanos como estaban ya los primeros pedaleos bajo la lluvia y con tanta incertidumbre. Soplaba con terquedad un viento frío ladeado y en contra que me desmoralizó al cabo de unos kilómetros. Después de aprovisionarnos bien en el último supermercado en 80 kilómetros, la carretera serpenteaba por la costa en un constante sube y baja, ya no había pueblos, alguna caseta de venta de souvenirs, alguna fuente para cargar los botellines. Pero nada más. El cansancio hacía mella, más física que psíquica. Los renos que íbamos encontrando por el camino eran de las pocas distracciones, las paradas para la foto me daban un respiro. Los 40 últimos kilómetros fueron un calvario en que anduve pegado a la rueda de Eiko, retorciéndome en las subidas. Cuando llegamos al precario cámping estaba lleno, pero nos dejaron acampar en el párking de caravanas, en un suelo pedregoso en el que sudé para plantar la tienda. Había otra tienda al lado y como no podía ser menos estaban nuestros amigos Aksel e Irene, con los que cenamos unos inolvidables macarrones y nos quedamos charlando hasta las dos de la mañana, cuando ya amanecía sin haber anochecido y cuando el cansancio era tal que la única esperanza era que quedaban menos de 100 kilómetros para llegar a la meta.


Verdensend


A medida que nos acercábamos al norte, Eiko repetía de vez en cuando una palabra en noruego, como si pronunciarla le hiciera tocar con los dedos una realidad que no terminaba de creerse. “Verdensend”, decía con fascinación, “estamos llegando a lo que los noruegos llaman verdensend”. Verdensend quiere decir literalmente fin del mundo, fin de la tierra, finisterre. A mí también terminó por parecerme mágica esa palabra y nunca como el día en que fuimos de Alta a Skaidi tomé tanta conciencia de a qué se refería Eiko.
Retrasamos la salida aún más de lo habitual, no arrancamos hasta las tres de la tarde. La lluvia amenazaba, pero no llegó a caer. Después de una primera parte algo dura, entramos de lleno en el verdensend, un paisaje estepario que unido al fuerte viento y al día nublado nos hacían pensar que realmente estábamos en el fin del mundo. El viento nos hizo transitar por esos parajes desolados a una velocidad vertiginosa, casi a 30 por hora de media en los 50 últimos kilómetros, que picaban para abajo y nos llevaban de vuelta a la civilización, o lo que iba quedando de ella, paisajes semidesérticos salpicados por casas de veraneo y pueblos que sorprenden en el camino, como oasis en el desierto.

viernes

Aksel e Irene

Nunca llegamos a viajar juntos, o apenas unos kilómetros de alguna etapa, pero en los últimos cinco días del viaje, desde que dejamos a Martin, todas las noches coincidíamos con Aksel e Irene. Recorríamos los mismos trayectos y, por casualidad, o más bien por lo reducido de la oferta, dormíamos en los mismos cámpings. Lo hicimos en Alta, la última ciudad digna de tal nombre que visitamos en esa recta final, donde Eiko y yo nos zampamos un sabroso filete de ballena. Son una pareja noruega , ella, unos 45 años, muy melosa y simpática, siempre con una sonrisa, muy maternal en sus ademanes aunque a veces me llegaba a empalagar. No lo recuerdo ahora, pero creo que era maestra, o en su defecto enfermera. Él es un chunorris noruego. Granjero, enjuto, rústico pero no rudo,de pocas palabras, parece algo más joven. Deja que ella lleve la voz cantante y se ocupa encendiendo un fuego, preparando la comida, montando la tienda... Si no hace nada, escucha y, de vez en cuando suelta un comentario, sin torcer el gesto. A veces esboza una sonrisa que aparece forzada en su rostro casi siempre inmóvil, sus facciones no están acostumbradas. Habla poco, pero cuando lo hace es por algún asunto que le interesa, como el salmón o los renos, cosas así, y sabe lo que dice. Cuando le hablo de los salmones casi extinguidos en el Bidasoa por la sobrepesca, se interesa mucho por el caso, dice que tiene que haber algo más, que si el agua está bien el salmón acaba volviendo. Los últimos días incluso se lanzaba con alguna broma cuando nos veía. Me cae bien. Con ellos compartimos las últimas cenas de nuestro periplo, al calor de un fuego la mayoría de las veces.
Irene habla del viaje que hicieron por España en bici, dos meses de sur a norte, de las extrañas costumbres de ese fascinante país donde los domingos es imposible encontrar un comercio abierto (pasaron por pueblos pequeños), el mundo se para entre las dos y las cuatro y en los bares todo el mundo arroja la basura al suelo. No lo dijo tal cual, pero piensa que somos unos guarros. Reconozco que al principio me resultaban algo pesados, no él, sino Irene, empalagosa de puro simpática, prefería el rock duro de Martin antes que las tonadillas románticas de Irene. Pero eso es cosa mía y al final les cogí cariño, eran muy buena gente, sanos en todos los sentidos, y me dio pena que aquella vez que les vimos en el Cabo Norte, cuando Aksel se mostró más dicharachero que nunca, confiamos demasiado en el destino y nos despedimos sin darnos cuenta de que era la última vez que nos encontrábamos.