viernes

Aksel e Irene

Nunca llegamos a viajar juntos, o apenas unos kilómetros de alguna etapa, pero en los últimos cinco días del viaje, desde que dejamos a Martin, todas las noches coincidíamos con Aksel e Irene. Recorríamos los mismos trayectos y, por casualidad, o más bien por lo reducido de la oferta, dormíamos en los mismos cámpings. Lo hicimos en Alta, la última ciudad digna de tal nombre que visitamos en esa recta final, donde Eiko y yo nos zampamos un sabroso filete de ballena. Son una pareja noruega , ella, unos 45 años, muy melosa y simpática, siempre con una sonrisa, muy maternal en sus ademanes aunque a veces me llegaba a empalagar. No lo recuerdo ahora, pero creo que era maestra, o en su defecto enfermera. Él es un chunorris noruego. Granjero, enjuto, rústico pero no rudo,de pocas palabras, parece algo más joven. Deja que ella lleve la voz cantante y se ocupa encendiendo un fuego, preparando la comida, montando la tienda... Si no hace nada, escucha y, de vez en cuando suelta un comentario, sin torcer el gesto. A veces esboza una sonrisa que aparece forzada en su rostro casi siempre inmóvil, sus facciones no están acostumbradas. Habla poco, pero cuando lo hace es por algún asunto que le interesa, como el salmón o los renos, cosas así, y sabe lo que dice. Cuando le hablo de los salmones casi extinguidos en el Bidasoa por la sobrepesca, se interesa mucho por el caso, dice que tiene que haber algo más, que si el agua está bien el salmón acaba volviendo. Los últimos días incluso se lanzaba con alguna broma cuando nos veía. Me cae bien. Con ellos compartimos las últimas cenas de nuestro periplo, al calor de un fuego la mayoría de las veces.
Irene habla del viaje que hicieron por España en bici, dos meses de sur a norte, de las extrañas costumbres de ese fascinante país donde los domingos es imposible encontrar un comercio abierto (pasaron por pueblos pequeños), el mundo se para entre las dos y las cuatro y en los bares todo el mundo arroja la basura al suelo. No lo dijo tal cual, pero piensa que somos unos guarros. Reconozco que al principio me resultaban algo pesados, no él, sino Irene, empalagosa de puro simpática, prefería el rock duro de Martin antes que las tonadillas románticas de Irene. Pero eso es cosa mía y al final les cogí cariño, eran muy buena gente, sanos en todos los sentidos, y me dio pena que aquella vez que les vimos en el Cabo Norte, cuando Aksel se mostró más dicharachero que nunca, confiamos demasiado en el destino y nos despedimos sin darnos cuenta de que era la última vez que nos encontrábamos.

lunes

Nuevos compañeros


Nuestra lenta marcha por los cada vez más desérticos caminos del norte transucrría en paz y con buen humor, aunque sin el punto de picante que le ponía Martin. No le volvimos a ver el día que se fue con sus prisas y sus normas, esas mismas normas que seguramente le espolearan en los momentos bajos. Un matrimonio noruego que nos encontramos varias veces nos habló de él, se lo habían encontrado, iba a seguir hasta Alta, es decir que iba a hacer en un día lo que nosotros en dos. Puro Martin. Perdidos Martin e Iñaki, asentado Eiko como sustituto del segundo, el paisaje noruego nos sorprendió con otra compañía: la de los renos. Hasta el momento sólo los habíamos visto en esas señales de carretera tan famosas y nuestros encuentros animales se habían reducido al alce que vimos cruzar la carretera y cuya huella fotografiamos. Los renos no son así de huidizos, están acostumbrados al hombre y, aunque campan a sus anchas, muchos no son enteramente salvajes, los samis los controlan. La primera señal de su presencia aquella mañana en que los descubrimos fue el atasco que se había formado. En esos lugares un atasco se debe a un desastre natural como inundaciones o un desprenimiento o -no lo sabíamos- a que a los renos les apetece pasearse por la carretera. Son gente cabezona estos renos. No se apartan porque venga un coche y les pite. Nada. Cuando les apetece saltan el guardarraíl y vuelven al pasto. Al principio asustan un poco, porque la cornamenta siempre impone, pero pronto se descubre que son inofensivos. No huyen ante la presencia del hombre pero no se dejan tocar, mantienen las distancias, convivimos pero tú en tu sitio y yo en el mío. Ver a los renos hace ilusión, te confirma que lo que dice el mapa es verdad, por lo que aquella mañana estábamos bastante excitados. A partir de ese día, fueron una constante, una parte más del paisaje que, a diferencia de Martin, sí que nos acompañó hasta el Cabo Norte.

martes

La vieja hospitalidad del norte

Los cowboys que vagaban por los desiertos americanos, que dormían bajo las estrellas con la única compañía de su caballo y de las serpientes cascabel, agradecían de vez en cuando recurrir a la vieja hospitalidad del oeste y pasar la noche entre sábanas limpias después de llenarse el estómago con un buen asado. Yo no soy un vaquero, pero me acordé de ellos en varios momentos del viaje, y también del cómic de Lucky Luke en que lo aprendí hace ya muchos años. Por ejemplo, cuando Sophie me trajo el té con galletas nada más terminar mi etapa en las Lofoten. O cuando el dueño de la casa en la que paré por la lluvia camino de Alvik me sorprendió con un glorioso desayuno que no estaba incluido en el precio. Y también cuando me zampé mis buenos trozos de tarta con la familia de la foto. Estaban en un alto bastante duro, 5 kilómetros y, como ocurría siempre en los altos, yo llegué unos minutos antes. Ellos estaban merendando junto a su autocaravana y se debieron de quedar de una pieza al ver aparecer a ese marciano sofocado y empapado de sudor que llevaba su casa en una bici. Tan sorprendidos que se pusieron a aplaudir. Eran finlandeses, del norte, y apenas hablaban inglés. Pero no había problema. Inmediatamente, uno de los hombres llamó a Axel (junto a Eiko en la foto), su nieto de 12 años que andaba correteando por el monte. Gracias a Axel supe que eran dos entrañables parejas de abuelos que viajaban cada una con su nieto. Mientras me lo contaban, llegó Eiko, perplejo al contemplar la escena. Huelga decir que también se unió y que repetimos pastel gustosos y que incluso una de las abuelas destapó el tarro de las esencias y sacó de la caravana un zumo de bayas hecho por ella. Mientras comíamos, Axel corrió a buscar la cámara de vídeo para filmarnos: “Si no mi madre no me creerá cuando vuelva y se lo cuente”.

lunes

Los samis

Son algo así como el equivalente a los indios de América o los aborígenes australianos y, en su lengua, se denominan samis, aunque son más conocidos como lapones. Esta última palabra no les gusta, quizá porque en sueco lapp significa ropa de mendigo y se utiliza también para llamar a alguien inculto o tonto. Durante mucho tiempo, los samis sufrieron el desprecio de quienes se creían superiores a ellos y los intentos de que se asimilaran a la cultura occidental. Sin embargo, un movimiento iniciado a principios del siglo XX abogó por la preservación de esa cultura y desembocó en la creación, en 1989, de un Parlamento sami. Desde 1990, Noruega reconoce sus derechos y se compromete a poner los medios para la conservación de su cultura.
Los samis llevan 11.000 años recorriendo Laponia, la región más septentrional de la península escandinava. Para ellos no valen las fronteras que otros inventaron por ellos, se mueven indistintamente por Rusia, Finlandia, Suecia y Noruega. Todavía hay un 10% de nómadas que se dedican a la ganadería del reno y con el reno se mueven: en la costa en verano y por el interior en invierno. Pero la mayoría se dedican a vivir de enseñar lo que fueron, como esos indígenas del Amazonas que esconden los pantalones vaqueros y la cocacola y se suben a los árboles cuando viene un turista.
Desde que entramos en Laponia nos fuimos encontrando samis que vendían souvenirs junto a la carretera. Cuidan todos los detalles: tiendas de campaña montadas al estilo original, casetas de madera y, cómo no, el traje tradicional. El reno es el leitnotiv de todos los souvenirs que venden: gorros y abrigos de reno, llaveros de cuerno de reno, navajas con mango de hueso de reno...

En uno de esos puestos conocemos a Karem, una señora sami que chapurrea cuatro palabras de inglés. Además de enseñarnos a decir gracias en sami, kiitu, nos confiesa, los sospechábamos, que lo del traje es sólo para los turistas ylas ocasiones especiales.

jueves

Good bye, Martin

Ya decíamos ayer que Eiko y Martin no casaban bien. Así que al día siguiente del primer sol de medianoche, salimos los tres juntos, pero no duró demasiado. Al principio, Martin se quedó atrás, incapaz de seguir nuestro ritmo con su enorme vagón de 40 kilos detrás. "Go, go, I can't go that fast, I always go at 17km/h". Martin, siempre con sus costumbres fijas, inamovible. Sin embargo, nos lo íbamos encontrando porque Eiko y yo somos amigos de parar con frecuencia, para hacer fotos o para ir a la búsqueda del alce que vimos cruzar la carretera. El bicho corrió monte arriba y, por mucho que intentamos seguirle, sólo pudimos rescatar una huella. Fue el único alce que vimos en todo el viaje.
Martin nos alcanzó tras una de esas paradas y comenzamos juntos la subida del monte más grande que nos encontramos en Noruega, unos 7 kilómetros para arriba, no demasiado duros, pero largos con todo el peso de las alforjas. Un Jaizkibel a la noruega, como bien recordó Martin, conocedor de nuestros montes. Para arriba, el loco inglés es una fiera y nos fuimos los dos por delante mientras Eiko mantenía su habitual tran tran en las cuestas. Martin iba contándome sus andanzas por los Pirineos, subiendo el Tourmalet con todo ese peso, mientras yo, que llevaba la mitad de equipaje que él, me conformaba con seguir su ritmo. A Eiko tuvimos que esperarle media hora en la cumbre, pero no importaba, las vistas merecían la parada entre las resistentes manchas de nieve que jalonaban la hierba desnuda.


Cuando llegó Eiko continuamos con el descanso, haciendo fotos y trepando por las rocas. Eiko propuso tomar una cerveza en unos puesto de al lado, pero el hiperactivo Martin, que no se puede permitir tanto tiempo de descanso, se fue, quizá era la última vez que le veíamos. Volvíamos a ser dos en la carretera en pleno territorio de los lapones.