sábado

Tú a Bergen y yo a Dinamarca (o al revés)


Las fotos nos la hacemos Alex Lee y yo antes de salir de Oslo, cada uno hacia un lado. Yo voy hacia Bergen, donde debe concluir mi periplo por el sur de Noruega y él va hacia Dinamarca después de un largo viaje. Están tomadas en un momento importante, justo antes de que me lance definitivamente a la odisea después de un día de visita a remojo por las calles de Oslo del que hablaré más adelante.
Lee es malayo, pero vive en Londres parte del año para trabajar. Cuando ha amasado suficiente dinero, coge la bici y viaja por el mundo. Hace un mes y medio que salió de Barcelona y ahora que ha llegado a Oslo, tiene previsto ir bajando otra vez para volver a su país vía Londres. Volverá a trabajar y cuando ahorre lo suficiente, se embarcará en alguna aventura, quizá en Nueva Zelanda. A mí me da mucha envidia esa forma de vida despreocupada, sin pensar en ese futuro que nos hace volvernos a todos locos. Lo que le gusta es viajar en bici y es a lo que se dedica. Visto así parece sencillo.
Está orgulloso de su hazaña y cree que pocos malayos habrán llegado tan al norte del planeta. Cuando le comento mis planes de llegar a la azotea de Europa, mira el mapa con envidia y murmura: “maybe some day”. Lee, en Malasia, Álex en Europa, es mi compañero de habitación y aunque sólo compartimos una cena y un copioso desayuno, hacemos buenas migas. Le hace ilusión que haya reconocido la banderita malaya que lleva enganchada a la bici (pinchar en la foto) y se sorprende de que me disponga a hacer un recorrido así en mi primera experiencia cicloturista.
Después del desayuno, el viaje va a dar su auténtico chupinazo en este 6 de julio, tras un día de turismo urbano y con un sol que por primera vez desde que llegué, se atreve a asomarse. “It’s a sign”, dice Lee para darme ánimos. Me tranquiliza tener a Alex al lado, aunque vayamos a seguir caminos diferentes. Además, me ayuda a poner en marcha mi nuevo cuentakilómetros y a reparar mi alforja rota con cinta de empalme, un apaño poco duradero que sin embargo, tuvo que durar todo el viaje.
Cuando nos despedimos, en un gesto muy oriental, me pide que le escriba al terminar mi viaje y le conteste a tres preguntas: si Noruega es un país tan montañoso como parece, si he visto el sol de medianoche y si me he encontrado con dos taiwaneses que tienen previsto ir a Bergen en bici y que salían el mismo día que yo desde Oslo. La respuesta a las tres preguntas es sí, pero cada cosa a su tiempo.

miércoles

Aterrizaje con mal pedal

Al pensar en los peligros de un viaje como éste, se nos pueden ocurrir las caídas, las averías en carretera, los chaparrones inoportunos, el frío, la falta de alojamiento, que nos roben... Seguro que hay muchos, aunque no suelo pensar en esas cosas. Por eso no sospechaba que el aeropuerto de Oslo iba a convertirse en un pequeño infierno para mí.
El primer aviso me llega al ver que una de mis alforjas se ha rajado de arriba a abajo en el avión. Todo por no protegerla con plástico. Por suerte es la que va encima del transportín así que pienso que puedo tirar con esa grieta de cinco centímetros unos días. Recupero mi bici, perfectamente embalada en su caja de cartón. Para un as de la mecánica como yo, se presenta uno de los mayores desafíos del viaje: montar la bici. La primera prueba, que es encajar la rueda delantera, la supero sin problemas. El guardabarros lo dejo con una pieza floja por que mis herramientas no dan para más y me pongo con los pedales, eufórico por mi destreza. Un espejismo. Por más vueltas que le doy a la llave, el pedal no encaja. Durante una hora y media (no exagero) doy vueltas a la tuerca sin éxito hasta que, por alguna causa misteriosa, uno queda enganchado al eje. A la media hora encaja el otro, después de sudar tinta china. Un belga que acaba de aterrizar con su bici, me ayuda a fijar el guardabarros. Se queda perplejo al ver que yo giraba la llave hacia el lado equivocado.
Después de embalar todo, cojo el tren hacia Oslo y doy mis primeras pedaladas en el trayecto de la estación al albergue. Es ya casi de noche cuando me instalo en mi lujosa habitación y empiezo a asimilar que el viaje es real. Es 4 de julio. Estoy en Noruega.

lunes

El miedo


“Hay que tener un par de huevos”. Es la reacción más habitual entre la gente a la que hablo de mi viaje. No seré yo quien me quite méritos delante suyo, pero está claro que se equivocan de cabo (norte) a rabo. La razón de irme solo al fin del mundo con una bicicleta, unas alforjas de baratillo, una nula aptitud para la mecánica, una tienda de campaña que no sé montar y un estado de forma más que mejorable hay que buscarla en una inconsciencia a prueba de bombas, como la del hombre del dibujo de arriba.
En general soy un tipo tranquilo y rara vez me he alterado por un viaje. Éste tuvo la peculiaridad de que debí prepararlo durante meses, aprovisionándome del material necesario, mirando mapas, hojeando libros, buceando en Internet, pensando en los mejores medios de transporte... Tuve incluso que comprarme una bici al efecto porque mi vieja Zeus de carretera no cumple con los requisitos para una aventura así. También hice un curso de mecánica básica (aprendí a cambiar las ruedas) en casa de Raúl. Evidentemente, todo lo que hice en los meses anteriores al viaje era insuficiente para una aventura de ese calibre. Y evidentemente, como les ocurre a algunos estudiantes, la víspera de coger el avión en Biarritz se me vino el mundo encima porque no me sabía la lección.
Basta con decir que ese mismo día terminé de comprar el material y que tenía una vaga idea de cómo iba a encajarlo todo en mi flamante Triban Drakkar. La situación me había superado y en algún momento me vi incapaz de seguir adelante. Fue entonces cuando aprendí la primera lección del viaje: madre no hay más que una.
No queda bien en la historia de un rudo aventurero que se lanza a la conquista del fin del mundo (entiéndase la ironía) pero si no es por mi madre, que me ayudó a hacer la maleta, a colocar y atar las alforjas, a desmontar y embalar la bici, no sé qué hubiera sido del viaje. Al final de la tarde, con los nervios agazapados en la boca del estómago, cuando ya teníamos todo preparado, hubiera cambiado con los ojos cerrados Noruega por una semanita sin preocupaciones en Benidorm. Pero la suerte estaba echada y después de una mala noche, llegó el día en que mi madre (sí, otra vez) me dejó en el aeropuerto de Biarritz y empezó la aventura.

sábado

¿Por qué?

A menudo, la gente a la que hablo de mi aventura en Noruega me hace la misma pregunta: ¿Por qué? Nunca he sabido muy bien qué contestar. Soy un loco del ciclismo, pero siempre lo he practicado más desde el sillón que desde el sillín. Sin embargo, la excursión al Aubisque del verano anterior me convenció de que era capaz de viajar a pedales y me dio una sensación de libertad que resultó decisiva.
Además, ese mismo verano conocí en Bratislava a Llorenç, un valenciano que recorrió el Danubio en bici y fue él quien me animó definitivamente. Él también había pedaleado hasta el Cabo Norte, desde Finlandia, y seguramente le tomé prestada la idea. Había oído hablar de ese lugar, el punto más al norte de Europa, y era uno más en mi interminable lista de viajes pendientes así que esta fantasía fue instalándose en mi cabeza. Y por otra parte, la idea de pedalear hasta el fin del mundo le daba al viaje un aspecto místico y aventurero que lo hacía irresistible.
Me fui informando y descubrí que subir por Noruega parecía mucho más atractivo que hacerlo por Finlandia. Ander, que alcanzó la meta en moto, me dio alguna pista de los lugares más interesantes. Y ya no había vuelta atrás.
Podría seguir dando justificaciones, más o menos pensadas, pero mi amigo Pablo, compañero de correrías por Europa del Este, las resumió de manera pretendidamente barroca en un mensaje que aquí cito y que me envió cuando yo pedaleaba por los fiordos.

“Y es que mi viejo compañero va en busca de todo eso, que en definitiva se puede resumir en una palabra: aventura. No es que él haya vivido mucho, pero sí lo suficiente para intuir que la vida son dos días, y que el descubrir América o el viajar a la luna no son cosas de ciencia ficción o que solamente puedan hacer unos pocos afortunados. Él sabe que eso esta al alcance de las manos de cualquiera. Y a eso va. Porque es una buena razón para sentirse vivo, porque es una excusa inmejorable para crecer, para aprender, salirse de la rutina, fraguar las mejores amistades de un día... En definitiva, porque está de puta madre”.
Amén

PróBLOGo


Lo ideal de este blog hubiera sido ir publicando las vivencias de mi viaje ciclista por Noruega en el día a día, pero por falta de infraestructura y tiempo no pude hacerlo. Hace casi un año que ocurrió todo, pero espero que estos meses hayan hecho de filtro y dejen las mejores historias de aquella pequeña locura. A mí me servirá para revivir aquellos días de libertad con mayúsculas y espero que a los que os asoméis por aquí os entretenga.

La foto es del Cabo Norte, la meta del viaje, con el sol de las dos de la mañana. Todavía nos queda mucho para llegar hasta allí.