domingo

Parada y fonda


Sí, es acogedor. Y más después de otro día de perros, calado hasta los huesos bajo la lluvia constante. Esto fue dos días después de dejar a Rebecca, después de la noche en el confortable albergue de Voss y después de que esa misma mañana tuviera mi primera avería mecánica: un pinchazo que me arregló de forma gratuita el perplejo y simpático mecánico del pueblo ante el que alegué la falta de herramientas para justificar mi ineptitud en estas lides. Así que después de poco más de 60 kilómetros, cuando ya la tarde estaba bien avanzada, me paré sin gran convicción en esa casa que estaba al pie de la carretera, al borde de un fiordo y a al menos 20 kilómetros de cualquier núcleo de población.
Me abre un matrimonio de noruegos jubilados; la mujer parece más rehacia a acogerme, seguramente por la facha de vagabundo que arrastro, mientras que a él se le nota más campechano. No hablan inglés, pero nos entendemos: 250 coronas (30-35 euros) sin desayuno, caro pero no desorbitado para los hábitos vikingos así que lo cojo con los ojos cerrados. Vale la pena. Necesitaba esa acogedora habitación, con un lujoso salón sólo para mí y, sobre todo, una gloriosa bañera. A la mañana siguiente, cuando ya me había comido mis plátanos del desayuno, el hombre llama a la puerta y me sorprende con una de las múltiples muestras de solidaridad con las que me topé en el viaje: trae un plato con cuatro tostadas cubiertas de queso, mermelada y una especie de morcilla noruega junto a un reconfortante café. No es hombre de muchas palabras, y menos si no hablamos el mismo idioma, pero justifica su gesto con un escueto "rain, rain" mientras agita los brazos. Cuando le voy a pagar a su mujer, me sorprende con una rebaja de 50 coronas y me voy en mi última etapa hacia Bergen, otra vez bajo la lluvia, pero con las pilas bien cargadas gracias a la hospitalidad noruega.



lunes

Rebecca

Durante el trayecto en tren hacia Flam conozco a Rebecca, una joven suiza, de Basilea, la misma ciudad de Federer. Ella también viaja en bici, en una de carretera que le obliga a ir siempre inclinada y con unas alforjas casi tan precarias como las mías que protege con una especie de capazos de plástico para la compra. En un francés que tenía olvidado desde el colegio me explica que quiere llegar hasta Trondheim desde el sur de Noruega y que en la semana que lleva de viaje sólo se ha encontrado lluvia. A pesar de eso, apenas ha pisado los albergues y ni siquiera es muy aficionada a los campings, suele hacer acampada libre cuando ve un claro agradable al lado de la carretera. Sobre el papel está muy bien, pero cuando el frío y la lluvia azotan como aquellos días en que los periódicos locales llenaban sus portadas con fotos de inundaciones, no parece la mejor opción. Es una suerte haberme topado con ella porque en el albergue de Flam no quedan habitaciones y tengo que montar la tienda, esta vez para dormir en ella.
Después de marear un poco la perdiz y de dar vueltas alrededor de la tela extendida en el cesped, Rebecca, que ya ha terminado de montar la suya, me pregunta si necesito ayuda y acaba montándome ella la tienda mientras yo pululo alrededor para simular que hago algo. Después cocemos unos macarrones que yo tenía guardados gracias a su hornillo bajo una lluvia fina y con una temperatura de unos diez grados. No sé qué hubiera comido de no encontrármela, probablemente el embutido que me quedaba y barritas energéticas.
La primera experiencia bajo la tienda es desalentadora: entre la lluvia que retumba en la tela y el frío que no se me termina de ir, apenas concilio. Al final consigo dormirme pero a las siete ya oigo los animosos "good morning" de mi vecina suiza, hay que levantarse para no perder el ferri. Para salir de Flam es obligatorio hacer un pequeño trayecto en barco porque está pegando a un fiordo, algo habitual en Noruega. Después de la bonita excursión, en Gundvangen me despido de Rebecca, que sigue su camino en barco hacia el norte, y me dirijo hacia la siguiente estación,Voss, una agradable ciudad que en invierno vive del esquí y en verano del turismo de aventura y los deportes de riesgo.

domingo

Frío frío





Hace mucho frío, pero tiene truco: estas fotos están tomadas desde el tren. Aunque en un principio fui valiente y arranqué la etapa desde Geilo en bici, bajo la lluvia, los cinco grados de temperatura y a unos metros de las motas de nieve que resistían en los montes, sólo aguanté 20 kilómetros, hasta la estación de tren de Storsset, donde, todavía tiritando, me tomé el té más reconfortante que me he tomado nunca. Me informé del camino que me quedaba y cuando me dijeron que tenía por delante una larga bajada, me subí al tren hasta Flam. Una decisión que resultó acertada porque hice el que, dicen, es el recorrido en tren más bonito del mundo entre Myrdal y Flam. No me atrevo a corroborar lo que dicen los folletos publicitarios, pero el desvío y la pequeña trampa merecieron la pena.



jueves

Odisea hacia Geilo

En el camino a Geilo desde Gol, el día que viajé con los dos taiwaneses, viví los momentos más duros del viaje. Eso fue después de la agradable comida de nocilla y pastelitos, protegidos de la lluvia bajo la tejabana de un supermercado en Gol. También fue después de que, cuando paró la lluvia, decidiéramos ir por un camino alternativo a la ruta principal, charlando alegremente. Fue incluso después de que, cuando la lluvia amenazaba y Mongol, más endeble, estaba cansado del sube y baja por caminos pedregosos, los dos taiwaneses se jugaran a los dados qué camino seguir, una manera de evitar conflictos cuando estaban en desacuerdo. Ganó Mongol y, a mi pesar y al de Kang, decidimos volver a la carretera principal, sin carril para bicis y con poca visibilidad en un día muy nublado con lluvia intermitente. Nos quedaban 30 kilómetros para llegar al albergue de Geilo, una estación de esquí a casi mil metros de altitud y empezó a llover de forma insistente. La temperatura no debía de superar los 12 grados así que pronto nos quedamos fríos. Los descansos bajo las marquesinas de las paradas de autobús, con la esperanza de que la lluvia cesara, nos daban de bruces con la realidad: había que hacer esos kilómetros, con un final presumiblemente cuesta arriba, bajo la lluvia, antes de que anocheciera.
Como mi ritmo normal era más alto que el de ellos, les propuse que yo iría abriendo camino para no quedarme frío y les esperaría de vez en cuando. Así lo hicimos durante unos kilómetros: yo pedaleaba a tope y me paraba a esperarles cada poco tiempo. En una de esas paradas, no aparecieron. Retrocedí hasta el último punto en que los había dejado: ni rastro. Volví incluso más atrás, y otra vez hacia adelante por si nos habíamos cruzado sin darnos cuenta. Pero nada. Se habían esfumado. Como no podía hacer nada, ni tenía sus teléfonos, tiré por la vía de en medio y seguí mi camino. Los conductores noruegos parados en las gasolineras me miraban con una cara más circunpecta de lo que acostumbran cuando les preguntaba si habían visto a dos chinos en bici. Nada. Parece una tontería, pero me sentía en parte responsable de ellos por haberles dejado solos. No sabía qué pensar, supuse que alguna caída les habría apartado del camino y que probablemente no les vería más.
El camino final hacia Geilo fue un infierno, la lluvia no paraba y la carretera me obsequiaba con regalos envenenados en los últimos kilómetros: como aperitivo dos kilómetros de subida al 6% seguidos de otros tres al 7%. Me tengo que parar a descansar en medio de la subida, tengo hambre, gasto mi último plátano y sigo con mi calvario, con los pies empapados y la temperatura por debajo de diez grados. Otros seis kilómetros de toboganes y, por fin, aterrizo en Geilo, medio mareado por el esfuerzo y el frío. Me instalo en mi habitación y después de cenar con un simpático alemán y su padre, que vienen desde el norte de Noruega en bici, me recupero en la sauna, donde pongo toda mi ropa a secar. Casi ni me acuerdo de que esa tarde del domingo 8 de julio se jugaba la final de Wimbledon, pero Raúl, siempre al quite en cuestiones de tenis, me llama para decirme que ha ganado Federer y se sorprende por mi tono alicaído. Me meto a la cama todavía medio mareado por los casi cien kilómetros de esfuerzo, por el final agónico y con la preocupación por mis dos compañeros de fatigas.
Al día siguiente, mientras me empapuzo en el buffet del desayuno y retraso lo más posible mi salida al frío y a la lluvia, los dos taiwaneses aparecen como por arte de magia en el salón. Me explican que Mongol se cayó, Kang se paró a esperarle, me gritó pero no le oí y un noruego les subió a su furgoneta con bicis incluidas y les llevó a un médico. Mongol no se había hecho más que unas heridas en la pierna, pero el noruego, con la amabilidad propia de ese país, les llevó hasta el albergue y se alquilaron una cabaña para los dos. También habían preguntado por mí en la recepción, y habían mirado en la carretera pero no aparecí, así que a los tres nos alegró mucho este reencuentro y compartir el último desayuno juntos. Sólo nos conocemos desde hace un día y medio, pero éste es un universo nuevo y ellos son los que más tiempo han formado parte de él. Pero no podemos seguir juntos. Las heridas de Mongol, aunque superficiales, aconsejan no coger las bicis y ellos van a seguir el camino en tren hasta Flam. Aunque la idea me tienta, dadas las condiciones meteorológicas, decido seguir disfrutando del verano noruego en bici por aquello de la pureza y, por qué negarlo, del ahorro. Después de despedirnos, mientras pedaleo bajo la lluvia y el frío, a unos cinco grados de temperatura, pienso en Álex Lee y el albergue de Oslo, hace sólo tres días. Ya tengo respuesta para dos de sus preguntas: me he encontrado con los dos taiwaneses de los que me habló y sí, Noruega es tan montañoso como hacían presagiar los mapas. En cuanto a la tercera pregunta, el sol de medianoche todavía está lejos, me conformo con ver el del mediodía.

miércoles

Mongol y Kang


Hay gestos que le ganan a uno para siempre. Fue lo que me ocurrió con Mongol y Kang, los dos ciclistas taiwaneses que me encontré en el camping de Stavn. Pocos minutos después de la breve conversación que mantuve con ellos, cuando ya estaba adaptándome a mi flamante tienda, Mongol vino a buscarme.
-We are only two in our cabin and we have four beds. You can sleep with us if you want.
Así que no lo dudé, desmonté la tienda y me instalé en la agradable cabaña que habían alquilado. La tienda tiene su encanto, pero si te ofrecen cama, no puedes rechazarla. Al rato caigo en que una de las preguntas que me lanzó Alex Lee ya tiene respuesta: son los dos taiwaneses que salieron de Oslo y que también se dirigen hacia Bergen. El viaje empieza a crear su universo propio, con personajes que entran y salen del escenario como si estuviera clavado en un sitio fijo.
Mongol, el más espigado, es dicharachero y bromista (a la derecha en las dos fotos) mientras que Kang, más callado, es el líder en la sombra, el que toma las riendas cuando vienen mal dadas. Acaban de terminar el servicio militar y antes de ponerse a trabajar quieren recorrer Europa en bici: después de Noruega irán a Dinamarca, Alemania, Francia, Holanda…
A la mañana siguiente, me proponen seguir con ellos y acepto, aunque pienso que tal vez ellos vayan a un ritmo demasiado alto. Pronto me doy cuenta de que no. Es como viajar con niños: a los seis kilómetros se paran para hacer una foto, a los doce a descansar y a los 20, cuando comienza a chispear, sacan todo el material de lluvia como si estuviéramos en una tormenta ártica. A los 22, como era de esperar, deja de llover y se paran para guardarlo. Eso sí, siempre me piden permiso cada una de las veces y me dicen que lidere el grupo, quizá piensen que al ser europeo conozco más el terreno.
Son dos personajes graciosos que pedalean con sandalias y llevan los dos la misma bici y la misma ropa. Vamos a gusto juntos a pesar de que a veces me siento como su padre. Sin embargo, aunque vamos juntos hacia Bergen, sólo puedo pasar con ellos un día de viaje.

lunes

Way of life


Aquí está el kit básico de la felicidad y de la libertad, que algunas veces son lo mismo. La tienda me la tuvo que montar el hombre del camping de Stavn, 98 impresionantes kilómetros de sube y baja por fiordos, ríos y naturaleza bajo el sol noruego después de Honefoss. Estropeo un poco la foto si cuento que al final tuve que desmontar la tienda ese mismo día. Así que lo contaré en la próxima entrada.

viernes

Iñaki


Ese de la foto, el que está conmigo, posando en mi mano derecha, es Iñaki y se me había olvidado hablar de él. A Iñaki lo encontramos Pablo y yo en Ceske Budejovice, en la Bohemia checa y desde entonces me acompañó en algunos viajes. Hoy que hace un año que salí hacia Noruega le quiero dedicar el post. Más adelante tendré que volver a hablar de él.

martes

Libertad





Fotos de los paisajes con las primeras pedaladas. Después de dejar a Alex Lee, tardo más de una hora en encontrar la salida correcta y apta para ciclistas de Oslo. El primer objetivo es Honefoss, una pequeña ciudad balneario (en sentido noruego, claro) a 80 kilómetros a la que muchos oslotarras se retiran los fines de semana. El principio es esperanzador: luce el sol, la temperatura es perfecta y la carretera no da problemas. Disfruto dando pedales, las alforjas están perfectamente enganchadas y no se me hacen incómodos los veinte kilos de peso adicional.
Como no podía ser menos, a mitad de trayecto me pierdo un par de veces y hago unos 20 kilómetros extra, pero la inmensa amabilidad de los noruegos y su excelente capacidad para calcular distancias –las dicen con una exactitud asombrosa- me permiten salir del atolladero. También padezco mis primeros problemas mecánicos. Uno de los pedales que “fijé” en el aeropuerto está flojo y se me termina cayendo. Afortunadamente, tengo tiempo y con paciencia lo coloco, a la espera de encontrar un mecánico que lo apriete como es debido.
Después de los 50 primeros kilómetros, cuando ya he superado todas esas dificultades iniciales, es cuando empiezo a disfrutar de verdad, cuando veo los primeros fiordos, subo los primeros montes, me despeino con el vientecillo de la libertad, me pellizco y me lo creo: estoy dentro de esas fotos con las que llevo meses fantaseando. Sin embargo, sigo cometiendo errores de principiante y no como bien, por lo que los últimos 20 kilómetros son un auténtico calvario y me tengo que parar cada poco tiempo a descansar.
Una vez en Honefoss, todavía sin confianza para montar la tienda, me refugio en un albergue plagado de simpáticos trabajadores polacos que apenas hablan inglés y ven a ese joven español de la bici como a un marciano gracioso. Apenas queda tiempo para un revitalizante baño en el río y para cenar. El primer día ya ha pasado.