domingo

Entrada en Mageroya

El Cabo Norte está considerado como el punto más septentrional de la Europa continental. Es falso. Lo es porque el Cabo Norte está en la isla de Mageroya, de modo que no pertenece a la Europa continental. Y ni siquiera es el punto más al norte de esa isla, la punta de Knivskjellodden está situada más al norte. De modo que el verdadero fin del mundo continental es en realidad el Cabo Nordkinn, también en Noruega. Pero la exactitud geográfica importa poco desde que el explorador británico Richard Chancellor descubriera el lugar en 1553, en su búsqueda del paso del noroeste, que conecta los Océanos Atlántico y Pacífico durante algunas semanas del año (ahora durante más tiempo). Él bautizó el lugar como Cabo Norte y le dio así ese carácter místico que lo ido convirtiendo en lugar de peregrinaje de muchos viajeros.
El día que entramos en Mageroya, me recuperé increíblemente bien del calvario de la víspera. El clima ayudaba, unos veinte grados bajo un cielo azul y un sol generoso. El viento afilado del día anterior se había convertido en una brisa agradable.

Tan bien iba, tan excitado con la idea de entrar en la isla de Mageroya, que Eiko me tuvo que pedir varias veces que aflojara el ritmo. Para llegar a la isla, se atraviesa un túnel de casi siete kilómetros que baja 212 metros por debajo del suelo para sortear el mar, la mitad para abajo al 9% y la otra mitad hacia arriba. Era el punto clave del día, esos siete kilómetros en la penumbra. Eiko llevaba todo tipo de elementos reflectantes y yo sólo las luces de mi bici, recordé que el insolente Martin me reprochó que no tuviera chaleco reflectante aquel día en que me llamó "underequipped cyclist".
Claro que había otras opciones como la de parar a una autocaravana y pedirle que nos llevara a través del túnel, eso era lo que iban a hacer dos alemanes que nos encontramos ese día, pequeño y flaco el uno, grande y barrigón el otro, Eiko y yo les bautizamos como Astérix y Obélix, aunque en alemán Astérix y Obélix tienen otros nombres que no recuerdo. Nosotros queríamos cruzarlo en bici, no era tan complicado ni tan peligroso así que después de colocar los reflectantes y abrigarnos bien, nos adentramos, Eiko detrás por ser el más visible.
En otras circunstancias podría haber disfrutado de esa bajada en recta durante tres kilómetros con una pendiente tan pronunciada y una bici que se embalaba por el peso, pero sólo recuerdo el miedo a ser embestido por algún coche y el aire frío que se metía por todo el cuerpo. La subida fue peor, aunque la lentitud da una engañosa sensación de tenerlo todo bajo control. Eiko, más vulnerable cuesta arriba, me pidió que paráramos varias veces para descansar. Íbamos tan despacio (6 por hora) que a veces me costaba mantener el equilibrio en la bici, pero no podía separarme de Eiko, siendo dos nos verían mucho mejor.

Todo se compensó con creces cuando por fin se hizo la luz y salimos del túnel y vimos que habíamos llegado a la isla, aunque no al Cabo Norte, para eso nos quedaban todavía unos cuantos kilómetros. La primera sorpresa agradable fue que los ciclistas estábamos exentos del peaje por cruzar el túnel. El sol seguía brillando con fuerza, pero la lluvia, tan presente en los primeros días del viaje, no quiso perderse nuestra entrada en la isla y nos obsequió con unas simbólicas gotas, un refrescante premio que quise ver como un reconocimiento a la resistencia de aquellos primeros días por el sur. Hasta el arco iris se asomó para darnos la bienvenida, para felicitarnos por estar tan cerca del fin del mundo, para que todo fuera perfecto en este viaje cuyo círculo estaba a punto de cerrarse.

Aquella noche dormimos en el camping de Honingsvag, el pueblo más grande de la isla, a apenas 30 kilómetros de nuestro destino. Me dio algo de rabia pararme en el camping teniendo la meta tan cerca, pero pesó más el buen juicio de Eiko, que abogó por una cena tranquila y reconfortante (cómo no, con Aksel e Irene, que, siempre más madrugadores, ya estaban en el camping cuando llegamos) y una noche de descanso para paladear sin prisa los últimos kilómetros al día siguiente.

jueves

Sin gasolina

Esta era la vista a las dos de la mañana, cuando por fin nos acostamos el día después de pasar por aquel paisaje lunar. La cosa no mejoró mucho. Fue un día duro por los confines de la Tierra, quizá el más duro, o eso me parecía entonces, lejanos como estaban ya los primeros pedaleos bajo la lluvia y con tanta incertidumbre. Soplaba con terquedad un viento frío ladeado y en contra que me desmoralizó al cabo de unos kilómetros. Después de aprovisionarnos bien en el último supermercado en 80 kilómetros, la carretera serpenteaba por la costa en un constante sube y baja, ya no había pueblos, alguna caseta de venta de souvenirs, alguna fuente para cargar los botellines. Pero nada más. El cansancio hacía mella, más física que psíquica. Los renos que íbamos encontrando por el camino eran de las pocas distracciones, las paradas para la foto me daban un respiro. Los 40 últimos kilómetros fueron un calvario en que anduve pegado a la rueda de Eiko, retorciéndome en las subidas. Cuando llegamos al precario cámping estaba lleno, pero nos dejaron acampar en el párking de caravanas, en un suelo pedregoso en el que sudé para plantar la tienda. Había otra tienda al lado y como no podía ser menos estaban nuestros amigos Aksel e Irene, con los que cenamos unos inolvidables macarrones y nos quedamos charlando hasta las dos de la mañana, cuando ya amanecía sin haber anochecido y cuando el cansancio era tal que la única esperanza era que quedaban menos de 100 kilómetros para llegar a la meta.