viernes

Rumbo a Lofoten




La que se tapa la cara con las manos es Maki, una simpática japonesa que también va de Trondheim a las Lofoten y que me hace compañía en la espera del tren y al día siguiente en el barco. Estudia en Helsinki y aprovecha las vacaciones para visitar otras partes de Europa. Como muchas japonesas, viaja sola. En el tren nos tocó en asientos separados y creo que ella dormía cuando pasamos la frontera imaginaria del círculo polar ártico y por la ventana se adivinaba el primer sol de medianoche. Todavía no es un sol de medianoche con todas las letras, así que no puedo darle una tercera respuesta positiva a Alex Lee, pero promete.
A la mañana siguiente, el tren nos deja en Bodo y después de un rápido trasbordo al barco (otra vez el barco), ya vamos rumbo a las islas Lofoten, punto obligatorio de parada según todas las recomendaciones. El viaje es corto (¿dos? ¿tres horas?) y agradable, por fin luce el sol y pronto comenzamos a vislumbrar esos picos increíbles que brotan del mar, esas tierras de pescadores a las que los marineros vascos acostumbraban a ir en busca de bacalao. Ya estamos en el gran norte.
A la llegada al puerto de Moskenes me despido de Maki, que tiene reservado un albergue en Svolvaer, la ciudad más grande de las islas, y me dirijo en mi recuperada bici al primer o último pueblo de las Lofoten, según se mire. El nombre es un ejemplo de concisión: Å. Y en Å me quedé dos días disfrutando del sol y la naturaleza, y perdí para siempre a mi mejor compañero de viajes pero encontré a otro con el que fui hasta el fin del mundo.

Aquí dejo un aperitivo de la entrada en las Lofoten.

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