jueves

Odisea hacia Geilo

En el camino a Geilo desde Gol, el día que viajé con los dos taiwaneses, viví los momentos más duros del viaje. Eso fue después de la agradable comida de nocilla y pastelitos, protegidos de la lluvia bajo la tejabana de un supermercado en Gol. También fue después de que, cuando paró la lluvia, decidiéramos ir por un camino alternativo a la ruta principal, charlando alegremente. Fue incluso después de que, cuando la lluvia amenazaba y Mongol, más endeble, estaba cansado del sube y baja por caminos pedregosos, los dos taiwaneses se jugaran a los dados qué camino seguir, una manera de evitar conflictos cuando estaban en desacuerdo. Ganó Mongol y, a mi pesar y al de Kang, decidimos volver a la carretera principal, sin carril para bicis y con poca visibilidad en un día muy nublado con lluvia intermitente. Nos quedaban 30 kilómetros para llegar al albergue de Geilo, una estación de esquí a casi mil metros de altitud y empezó a llover de forma insistente. La temperatura no debía de superar los 12 grados así que pronto nos quedamos fríos. Los descansos bajo las marquesinas de las paradas de autobús, con la esperanza de que la lluvia cesara, nos daban de bruces con la realidad: había que hacer esos kilómetros, con un final presumiblemente cuesta arriba, bajo la lluvia, antes de que anocheciera.
Como mi ritmo normal era más alto que el de ellos, les propuse que yo iría abriendo camino para no quedarme frío y les esperaría de vez en cuando. Así lo hicimos durante unos kilómetros: yo pedaleaba a tope y me paraba a esperarles cada poco tiempo. En una de esas paradas, no aparecieron. Retrocedí hasta el último punto en que los había dejado: ni rastro. Volví incluso más atrás, y otra vez hacia adelante por si nos habíamos cruzado sin darnos cuenta. Pero nada. Se habían esfumado. Como no podía hacer nada, ni tenía sus teléfonos, tiré por la vía de en medio y seguí mi camino. Los conductores noruegos parados en las gasolineras me miraban con una cara más circunpecta de lo que acostumbran cuando les preguntaba si habían visto a dos chinos en bici. Nada. Parece una tontería, pero me sentía en parte responsable de ellos por haberles dejado solos. No sabía qué pensar, supuse que alguna caída les habría apartado del camino y que probablemente no les vería más.
El camino final hacia Geilo fue un infierno, la lluvia no paraba y la carretera me obsequiaba con regalos envenenados en los últimos kilómetros: como aperitivo dos kilómetros de subida al 6% seguidos de otros tres al 7%. Me tengo que parar a descansar en medio de la subida, tengo hambre, gasto mi último plátano y sigo con mi calvario, con los pies empapados y la temperatura por debajo de diez grados. Otros seis kilómetros de toboganes y, por fin, aterrizo en Geilo, medio mareado por el esfuerzo y el frío. Me instalo en mi habitación y después de cenar con un simpático alemán y su padre, que vienen desde el norte de Noruega en bici, me recupero en la sauna, donde pongo toda mi ropa a secar. Casi ni me acuerdo de que esa tarde del domingo 8 de julio se jugaba la final de Wimbledon, pero Raúl, siempre al quite en cuestiones de tenis, me llama para decirme que ha ganado Federer y se sorprende por mi tono alicaído. Me meto a la cama todavía medio mareado por los casi cien kilómetros de esfuerzo, por el final agónico y con la preocupación por mis dos compañeros de fatigas.
Al día siguiente, mientras me empapuzo en el buffet del desayuno y retraso lo más posible mi salida al frío y a la lluvia, los dos taiwaneses aparecen como por arte de magia en el salón. Me explican que Mongol se cayó, Kang se paró a esperarle, me gritó pero no le oí y un noruego les subió a su furgoneta con bicis incluidas y les llevó a un médico. Mongol no se había hecho más que unas heridas en la pierna, pero el noruego, con la amabilidad propia de ese país, les llevó hasta el albergue y se alquilaron una cabaña para los dos. También habían preguntado por mí en la recepción, y habían mirado en la carretera pero no aparecí, así que a los tres nos alegró mucho este reencuentro y compartir el último desayuno juntos. Sólo nos conocemos desde hace un día y medio, pero éste es un universo nuevo y ellos son los que más tiempo han formado parte de él. Pero no podemos seguir juntos. Las heridas de Mongol, aunque superficiales, aconsejan no coger las bicis y ellos van a seguir el camino en tren hasta Flam. Aunque la idea me tienta, dadas las condiciones meteorológicas, decido seguir disfrutando del verano noruego en bici por aquello de la pureza y, por qué negarlo, del ahorro. Después de despedirnos, mientras pedaleo bajo la lluvia y el frío, a unos cinco grados de temperatura, pienso en Álex Lee y el albergue de Oslo, hace sólo tres días. Ya tengo respuesta para dos de sus preguntas: me he encontrado con los dos taiwaneses de los que me habló y sí, Noruega es tan montañoso como hacían presagiar los mapas. En cuanto a la tercera pregunta, el sol de medianoche todavía está lejos, me conformo con ver el del mediodía.

3 comentarios:

Eric dijo...

Perdón por el retraso, espero, ahora sí, volver a ser regular hasta el final.

Anónimo dijo...

Más te vale. Y no los hagas tan largos! Pon alguna foto o algo.

Eric dijo...

OK, no tenía fotos del momento. Este era excpecionalmente largo.