martes

Libertad





Fotos de los paisajes con las primeras pedaladas. Después de dejar a Alex Lee, tardo más de una hora en encontrar la salida correcta y apta para ciclistas de Oslo. El primer objetivo es Honefoss, una pequeña ciudad balneario (en sentido noruego, claro) a 80 kilómetros a la que muchos oslotarras se retiran los fines de semana. El principio es esperanzador: luce el sol, la temperatura es perfecta y la carretera no da problemas. Disfruto dando pedales, las alforjas están perfectamente enganchadas y no se me hacen incómodos los veinte kilos de peso adicional.
Como no podía ser menos, a mitad de trayecto me pierdo un par de veces y hago unos 20 kilómetros extra, pero la inmensa amabilidad de los noruegos y su excelente capacidad para calcular distancias –las dicen con una exactitud asombrosa- me permiten salir del atolladero. También padezco mis primeros problemas mecánicos. Uno de los pedales que “fijé” en el aeropuerto está flojo y se me termina cayendo. Afortunadamente, tengo tiempo y con paciencia lo coloco, a la espera de encontrar un mecánico que lo apriete como es debido.
Después de los 50 primeros kilómetros, cuando ya he superado todas esas dificultades iniciales, es cuando empiezo a disfrutar de verdad, cuando veo los primeros fiordos, subo los primeros montes, me despeino con el vientecillo de la libertad, me pellizco y me lo creo: estoy dentro de esas fotos con las que llevo meses fantaseando. Sin embargo, sigo cometiendo errores de principiante y no como bien, por lo que los últimos 20 kilómetros son un auténtico calvario y me tengo que parar cada poco tiempo a descansar.
Una vez en Honefoss, todavía sin confianza para montar la tienda, me refugio en un albergue plagado de simpáticos trabajadores polacos que apenas hablan inglés y ven a ese joven español de la bici como a un marciano gracioso. Apenas queda tiempo para un revitalizante baño en el río y para cenar. El primer día ya ha pasado.

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