



Tras despedir a Martin, la carretera continuó torturándonos con su continuo sube y baja, pero sus esfuerzos por hacernos sufrir eran vanos: con la meta tan cerca las piernas no sabían nada del dolor. Tampoco nos desmoralizaban las trampas del camino: yo creía ver el Cabo detrás de tal o cual colina o al borde de aquel acantilado, pero nunca llegaba. Eiko, fiel a sí mismo, permanecía impasible, con su habitual marcheta mientras yo continuaba mi rutina de esprints y esperas. Finalmente, lo vi en lontananza, no era un espejismo, y esperé a Eiko por última vez. Allí a un kilómetro o dos de distancia, estaba el fin del mundo. En la última subida antes de llegar al cartel de la meta no pude evitar despegarme de él, las piernas me iban solas, sentía que estaba flotando y me invadio una extraña y agradable sensación de plenitud, sentí que aquello días de frío y lluvias por el sur del país, aquellos miedos anteriores a la partida, los dolores en las piernas y -sí, también- en el bolsillo habían valido la pena, había llegado pedaleando al fin del mundo. La experiencia habría sido inolvidable de todos modos, pero supongo que sentí algo parecido a lo que siente un alpinista al coronoar un ochomil, o lo que yo mismo había sentido al pedalear hasta la cima del Aubisque un año antes.
Aquel 29 de julio, el mismo día en que Alberto Contador paseaba su primer maillot amarillo por los Campos Elíseos, Eiko y yo ganamos nuestro particular Tour. Después de las fotos y los abrazos de rigor, dimos unas pedaladas más hasta el complejo turístico montado allí (entrada gratis sólo para los ciclistas), donde se erige el monumento del globo terráqueo sobre el acantilado del fin del mundo. (Atentos al escudo de la camiseta en la foto de debajo).
Antes de visitar el interesante museo, antes de aquel delicioso waffle servido por la simpática Emma, nos quedamos unos minutos asomados al infinito, hipnotizados por el horizonte y fantaseando con que sólo 2.000 kilómetros más allá se extendía el Polo Norte. "Maybe some day".
Paramos a descansar unos minutos arriba y entonces le vimos. Bueno, Eiko le vio, yo no lo creía, pero esa silueta que pedaleaba hacia nosotros ya se había convertido en inconfundible. Los gritos ininteligibles desde la lejanía nos lo confirmaron. ¡Era Martin! Un Martin más hiperactivo que nunca, un Martin feliz y atolondrado porque había contemplado un magnífico sol de medianoche con una finlandesa de infarto y una sueca; Martin, que después de sus salvajadas de casi 200 kilómetros hasta más allá de la medianoche tuvo que parar en Alta, tres etapas antes, para descansar y sólo llegó al Cabo un día antes que nosotros; Martin, que estaba pendiente de nuestra llegada y no se sorprendió al vernos porque unos "espías" -que resultaron ser los insulsos Astérix y Obélix- le avisaron.
Hasta Eiko olvidó sus pequeñas rencillas latentes y explotó de alegría por el inesperado reencuentro. Era necesario, en un viaje que parecía diseñado por guionistas de Hollywood no podía desaparecer un personaje tan importante de la manera en que lo hizo cinco días atrás, casi sin despedirse después de subir aquella montaña, tenía que volver, tener su pequeño homenaje cuando ya tocábamos el objetivo con la punta de los dedos. No fue largo. Nos hicimos fotos, nos contamos las historias de los días que llevamos sin vernos y nos despedimos. Martin, con su rotundidad habitual, le dio cierta trascendencia al momento con una frase que me negaba a creer del todo (siempre me niego a creer esas cosas): "Es la última vez que nos vemos".
Quién sabe.