El día que entramos en Mageroya, me recuperé increíblemente bien del calvario de la víspera. El clima ayudaba, unos veinte grados bajo un cielo azul y un sol generoso. El viento afilado del día anterior se había convertido en una brisa agradable.


En otras circunstancias podría haber disfrutado de esa bajada en recta durante tres kilómetros con una pendiente tan pronunciada y una bici que se embalaba por el peso, pero sólo recuerdo el miedo a ser embestido por algún coche y el aire frío que se metía por todo el cuerpo. La subida fue peor, aunque la lentitud da una engañosa sensación de tenerlo todo bajo control. Eiko, más vulnerable cuesta arriba, me pidió que paráramos varias veces para descansar. Íbamos tan despacio (6 por hora) que a veces me costaba mantener el equilibrio en la bici, pero no podía separarme de Eiko, siendo dos nos verían mucho mejor.

